Armisticio de Compiègne
La guerra que comenzó en agosto de 1914 y se extendió –contra todos los pronósticos previos- hasta el 11 de noviembre de 1918, marcó sin duda un corte en la evolución histórica. Si bien una mirada retrospectiva puede hacernos empequeñecer relativamente el nivel de destrucción que generó, a la vista de lo ocurrido en el siglo transcurrido, su significación fue enorme.
En principio, durante esos cuatro largos años las naciones más avanzadas del mundo lanzaron a sus hombres, desperdiciaron parte de sus recursos y utilizaron su ciencia y tecnología en una guerra que muchos no pudieron y otros no quisieron detener (estos últimos porque tenían la esperanza de triunfar). Cada vez más lejos quedó el pasado inmediato, que comenzó a ser denominado Belle Époque; para los ciudadanos de los países desarrollados los conflictos contribuyeron a idealizar los años de tránsito entre un siglo y otro.
Francia, Gran Bretaña y Rusia, con la intervención a partir de 1917 de Estados Unidos, conformaron la llamada Entente Cordiale, mientras que Alemania, el Imperio Austrohúngaro e Italia –aunque esta última primero optó por no intervenir y en 1915 se unió a la Entente– constituyeron la Triple Alianza. Otros países, como Bélgica, Portugal, Grecia, Serbia, Turquía, Bulgaria, Japón también participaron.
Una de las consecuencias de la guerra fue que debilitó para siempre la confianza que Occidente tenía en sí misma y que la había llevado a dominar el mundo; la creencia en el progreso de la humanidad se vio refutada por las atrocidades que se cometieron en los campos de batalla, contadas y mostradas por los corresponsales de guerra. Las condiciones espantosas que se vieron obligados a soportar los soldados, guarecidos detrás de profundas trincheras en las que el frío y las enfermedades podían llegar a matar tanto como los proyectiles del enemigo, contribuyeron a completar el panorama de horror que se vivió en esos años.
Por otra parte, en el transcurso del conflicto, y en gran medida como consecuencia directa de su desarrollo, el fantasma que recorría Europa se hizo realidad: el anuncio con el que Carlos Marx y Federico Engels iniciaban en 1848 su famoso texto del Manifiesto Comunista, se concretó en octubre de 1917 con el triunfo revolucionario de los bolcheviques en Rusia, un acontecimiento decisivo cuyas consecuencias se manifestaron con rapidez al retirarse Lenin y los suyos de la guerra de manera unilateral, firmando la paz con Alemania. Desde ese momento, el mundo capitalista se va a ver enfrentado al desafío planteado por una potencia que se basaba en una forma de organización económica y social diferente (“sin explotadores ni explotados”), que además aseguraba contar con el futuro de su parte.
Pero además, la finalización de la guerra con la rendición de Alemania y del Imperio Austrohúngaro fue seguida del surgimiento de nuevos y graves problemas, que para algunos creó las condiciones de un nuevo enfrentamiento.
Se estaba elaborando el argumento de “la puñalada por la espalda”: el “invicto” ejército alemán debió rendirse como consecuencia del accionar de fuerzas antinacionales que operaron en la retaguardia
Uno de los grandes temas que marcaron el futuro emergió ya a partir del 11 de noviembre: el Imperio Alemán se rindió sin haber sufrido una derrota aplastante en el campo de batalla; además, sin que sus ciudadanos se vieran sometidos a la vergüenza de una ocupación extranjera. La cúpula militar alemana, luego del fracaso de la última ofensiva concretada entre marzo y junio, llegó a la conclusión de que la guerra estaba perdida y comenzó a buscar la manera de alcanzar un acuerdo relativamente honorable.
Al mismo tiempo, comenzó a difundirse entre la población el mensaje de que la situación era consecuencia del sabotaje realizado por los socialistas, que habían incrementado su oposición a la guerra. Se estaba elaborando el argumento de “la puñalada por la espalda”: el “invicto” ejército alemán debió rendirse como consecuencia del accionar de fuerzas antinacionales que operaron en la retaguardia.
La otra cuestión que terminó oscureciendo el panorama internacional en los años siguientes fue el resultado de las negociaciones de paz que tuvieron lugar en París a partir de enero de 1919. Allí se reunieron representantes de numerosos países pero el rumbo de las negociaciones estuvo marcado por las principales autoridades de los países que triunfaron en la guerra: el presidente de los Estados Unidos Woodrow Wilson, el primer ministro británico David Lloyd George, el primer ministro de Italia, Giovanni Orlando y, por supuesto, el presidente de Francia Georges Clemenceau.
Las tareas que debían enfrentar no resultaban nada fáciles: por una parte, cuatro imperios se habían derrumbado –Rusia, Austria-Hungría, Turquía y Alemania–y numerosas nacionalidades oprimidas reclamaban su independencia; por lo tanto, se trataba de rediseñar el mapa de Europa intentando satisfacer todas las reivindicaciones, además teniendo en cuenta que había situaciones “de hecho” que no podían modificarse desde una mesa de negociaciones.
Pero a esto se agregaba la cuestión de cómo debía actuarse frente a Alemania, el principal enemigo en la guerra, la más poderosa maquinaria bélica. Finalmente, y este objetivo estaba implícito, se trataba de frenar la expansión revolucionaria, que se estaba manifestando a partir del accionar de las clases trabajadoras en países como Hungría y la misma Alemania.
El nuevo mapa de Europa
Los nuevos estados se conformaron con la existencia de minorías cuya lealtad a las autoridades era muchas veces más que dudosa
La figura más importante en las negociaciones de París fue sin duda el presidente Wilson; no sólo se trataba del líder del país que emergía como la potencia dominante frente a la hecatombe en la que estaba sumida Europa, sino también de un gobernante con propuestas para pensar el futuro posbélico. A principios de 1918 había hecho público un plan de 14 puntos que constituyó el punto de partida de las conversaciones en todos los temas.
Además de impulsar la creación de la Sociedad de las Naciones, institución supranacional destinada a arbitrar los conflictos de manera amistosa, Wilson incluyó en su propuesta la creación de naciones étnicamente homogéneas, un objetivo inalcanzable. El establecimiento de las nuevas fronteras tropezó con el hecho de que esa “homogeneidad” era imposible, y los nuevos estados se conformaron con la existencia de minorías cuya lealtad a las autoridades era muchas veces más que dudosa.
En resumen. De los tratados firmados en París y de situaciones de enfrentamiento surgidas en zonas de Europa oriental surgieron nueve estados nuevos: Austria, Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia (inicialmente llamado Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos), Polonia, Finlandia, Lituania, Estonia y Letonia. Algunas de estas naciones tenían antecedentes históricos; otras, como Checoslovaquia y Yugoslavia, fueron creaciones más o menos artificiales, y la evolución histórica terminó mostrando hasta qué punto lo eran.
Al marcharse de París, el presidente Wilson le comentó a su esposa: “Bien muchachita, se acabó, y como nadie se siente satisfecho, tengo la esperanza de haber hecho una paz justa, pero todo está en manos de los dioses”. A la vista de lo acontecido, no cabe duda que el accionar de los dioses no fue suficiente para asegurar la paz.
El tratamiento dado a Alemania
El resultado más trascendente de la reunión de los triunfadores, y sin duda el que en mayor medida contribuyó al descrédito de los líderes que se reunieron en París fue el Tratado de Versalles. En ese documento se establecieron las sanciones que se debían aplicar a Alemania; hubo otros Tratados que afectaban al resto de los países vencidos pero el rumbo principal de la política internacional estuvo marcado por lo firmado en Versalles.
El punto de partida de ese tratado impuesto a la potencia vencida residía en el artículo N°231, en el que se afirmaba que Alemania reconocía su culpabilidad en el estallido de la guerra y se comprometía a pagar “reparaciones”. Una vez establecida esta imposición, se fijó una serie de sanciones que, por su magnitud, mostraba por un lado el temor que generaba Alemania –sobre todo en Francia-, y por otro exacerbaba las reacciones nacionalistas en el pueblo germano, que vivió como una humillación el tratamiento recibido.
No sólo hubo que adelantar una importante suma en marcos oro sino que se redujo la superficie del antiguo Imperio Alemán en casi la séptima parte,con una pérdida de población del alrededor del 10 por ciento. A su vez, la totalidad de las colonias pasaron a la administración de la Sociedad de las Naciones, mientras que debió entregar la flota de guerra, los tanques y los aviones militares. El ejército quedaba reducido a un máximo de 100.000 hombres y se suprimía el servicio militar obligatorio.
Una vez que los representantes alemanes firmaron bajo presión el acuerdo sin que tuvieran prácticamente injerencia en su redacción ni sus propuestas de modificación fueran atendidas, el daño estaba hecho. El poderío intacto de la principal potencia industrial europea en manos de una clase dirigente que seguía detentando el poder económico aseguraba la inestabilidad para los años venideros. A ello sin duda contribuía además la emergencia de un peligro revolucionario, que en Alemania adquirió dimensiones significativas. El camino estaba pavimentado para una reacción nacionalista violenta, de la cual Hitler fue la expresión extrema.
El impacto de la Revolución rusa
La visión de Lenin y sus camaradas bolcheviques al tomar el poder era que se trataba del primer paso hacia la Revolución socialista a nivel europeo. Las expectativas en ese sentido fueron las que condujeron a la firma de una paz humillante con el Imperio Alemán. Pero los pronósticos fallaron en dos aspectos: la situación dentro de Rusia derivó hacia una sangrienta guerra civil que se extendió hasta 1921; los sectores opuestos a los revolucionarios con apoyo de los otros países de la Entente libraron una dura lucha que sumió al país en una crisis casi terminal.
Pero además, las expectativas respecto a la situación en Occidente no tuvieron como resultado un triunfo revolucionario duradero –el fracaso mayor se produjo justamente en Alemania y fue ahogado en sangre-, y si bien con numerosos conflictos la amenaza socialista dejó de serlo.
Muchos historiadores utilizan la expresión “Segunda Guerra de los Treinta Años” –la primera se produjo entre 1618 y 1648- para referirse a lo ocurrido entre 1914 y 1945; sostienen que hubo diez años de enfrentamientos directos y veinte de tensiones crecientes, agravados por una profunda crisis económica.
Desde esta perspectiva, el 11 de noviembre de 1918 constituye el fin parcial del enfrentamiento directo, reemplazado por una “paz armada” que se extendió hasta 1939.
Sin embargo, para quienes no tenían claro el futuro, ese día marcó por lo menos el fin de las penurias a las que los había sometido un conflicto inédito por lo duradero e inhumano.
El autor es profesor titular consultivo de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Su último libro es “La Revolución Rusa cien años después” (Eudeba 2017) Fuente